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El necio

El libro rojo de Mao, en sus manos, fue una estampida de búfalos contra un rifle imaginario, en una pradera iluminada por un sol cautivo, que...

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El libro rojo de Mao, en sus manos, fue una estampida de búfalos contra un rifle imaginario, en una pradera iluminada por un sol cautivo, que más que una realidad parecía una pintura de Monet: Debemos ser modestos y prudentes, prevenirnos contra el engreimiento y la precipitación, y servir de todo corazón al pueblo, leyó con atención mientras imaginaba los ojos profundos de Tse Tung.

Con delicadeza, paso de la página dieciocho a la diecinueve. Sus dedos eran como las piernas de una bailarina profesional interpretando el papel de su vida: milimétrica y ágil. El dedo índice, remojado de saliva, apuntala su cuerpo con fuerza sobre el aire y el papel; con estética de gacela se envuelve en giros continuos para cambiar de hoja. Era la octava vez que sus ojos viajaban por los retablos del prócer chino. La octava ocasión que había tomado de Mao sus encomiendas, la futura visión de estadista, sus frases que eran devoradas con precisión de jaguar sobre el cuello de la presa. Decidió cerrar el libro ya que la tarde se le escapaba hacia la noche.

Se puso de pie dejando el cuerpo de Mao a un costado de su mesa de noche; se encaminó a lo que parecía una estación de sonido empotrada en la pared de su cuarto y con cautela plasmó sus huellas dactilares sobre el botón del play para retomar la canción que días atrás había dejado, a medias, en el aparato reproductor; la modernidad, que ha hecho de la pausa una forma de renovación, le regaló un nuevo instante: La era está pariendo un corazón, no puede más, se muere de dolor y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir en cualquier selva del mundo, en cualquier calle cantaba un Silvio Rodríguez, joven, con una voz de hace más de cuarenta años y que se le metió en el recuerdo de sus treinta. Justo en se cae el porvenir en cualquier selva del mundo sus sueños de izquierda se avivaron. Lenin regresó de su estado puro desde la muerte y le habló al oído. Marx y Weber hablaron con su soledad; en el interior de su cuarto una inmensa sombra, la de Fidel Castro, era una sábana oscura que lo cubría todo.

Recordó que mañana era el gran día. Debía retener la fuerza de Ernesto Guevara de la Serna, entre el nerviosismo que lo atacaba con furia y las sutilezas del poder. Las enseñanzas de una lucha, que no debe terminar, aunque la muerte mine todos los frentes de combate, pensó, mientras se imaginaba con la banda presidencial sobre su pecho.

Una intempestiva mina explotó en su corazón al decir ¡Si protesto! y dejó que sus años de revolucionario le comieran las ansias, mientras el micrófono esperaba cada una de sus voces: la de contestatario, la de ideólogo, la de sus lecturas en la universidad, las de la unión: ¡Me canso ganso! alcanzó a decir.

 

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Fuente: Internet

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Eliud Velázquez Barba

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