El miedo ganó en Sinaloa. No lo reconocemos, pero así es. Basta entrar a un restaurante para darse cuenta que uno habla en voz baja de ciertos temas. Lo hacemos entre dientes, murmurando y revisando alrededor quienes nos están escuchando. Hablamos con miedo.
Aquí, en el corazón de Sinaloa, la derrota no llegó con estruendo de balas, sino con el susurro helado que cala hasta los huesos. El miedo no es ya un visitante ocasional; se ha instalado como un inquilino permanente, dictando silenciosamente cada aspecto de la existencia. No es una sombra que se desvanece, sino un yugo invisible que pesa sobre cada ciudadano, deformando sus esperanzas y atrofiando cualquier intento de alzar la cabeza.
La audacia criminal ya no sorprende; se ha normalizado como un telón de fondo sombrío de la vida cotidiana. Los bloqueos son rutina, los enfrentamientos, un eco familiar. Los jóvenes crecen con la certeza tácita de que la violencia es una fuerza ineludible, una variable constante en la ecuación de sus vidas. ¿Para qué aspirar a un futuro brillante cuando la sombra del secuestro o la bala perdida acecha en cada esquina?
Hay miedo en comprar un auto nuevo, miedo en criticar al gobierno, en hablar mal de los delincuentes. Mencionar a ciertos personajes se ha convertido casi en invocaciones satánicas que se deben realizar en cuartos oscuros en medio de la nada. Existe el miedo en salir de noche, en manejar, en caminar por la ciudad después que cae el sol. Por cierto, cuánto nos sería de utilidad esa hora extra de sol del horario de verano en estas situaciones. El miedo es el campeón indiscutible en estos 7 meses de violencia.
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En lo personal no escribo de ciertos temas o experiencias personales por autocensura. Tengo miedo que alguien pueda leer mal alguna de mis opiniones y tomárselo peor de lo que es. El terror nos ha paralizado. Nos hizo perder la poca empatía que teníamos como sociedad. Si por desgracia yo mismo o alguno de mis lectores fuera víctima de la violencia, el resto de los sinaloenses se encogería de hombros, agradecería que no les tocó a ellos, a lo más publicarían un par de cosas en sus redes sociales y seguirían en lo suyo un par de días después. El miedo nos hizo aceptar la inevitabilidad del destino con resignación total.
Nos escondemos en nuestros propios mitos. Nos decimos a nosotros mismos que somos un pueblo trabajador y de bien (todos los pueblos del mundo dicen eso). Aseguramos que todo en Sinaloa es mejor y está bien, pero eso solo sirve de memes para redes sociales. A la hora de la verdad, la sociedad sinaloense nos vencimos ante el miedo. Con estás reflexiones no tratamos de hacer un reclamo. Es una simple descripción. Seguramente la decisión correcta es actuar con miedo. Es lo más seguro. Escondernos detrás de las probabilidades es lo más sensato en estos momentos. Los que levantan la voz son recordados pocos y tienen nula trascendencia en estas circunstancias.
El silencio ya no es solo una estrategia de supervivencia; se ha convertido en una segunda piel. La denuncia es un lujo peligroso, una invitación a la represalia. La solidaridad se marchita ante el temor de involucrarse, de convertirse en el próximo objetivo. La comunidad, alguna vez un refugio, se fragmenta en islas de aislamiento, donde cada individuo lucha en solitario contra un enemigo omnipresente.
Los destellos de valentía que aún persisten son como velas temblorosas en una noche perpetua.
Son admirables, sí, pero también terriblemente vulnerables. Sus voces se ahogan en el estruendo de la impunidad, sus esfuerzos parecen insuficientes ante la magnitud del problema. La esperanza, para muchos, se ha convertido en un recuerdo lejano, una palabra vacía en un diccionario olvidado.
Soñar con un futuro diferente se siente casi como un acto de rebeldía fútil. ¿Para qué imaginar la paz cuando la realidad cotidiana está marcada por la angustia? ¿Para qué construir proyectos cuando la incertidumbre es la única certeza? El miedo ha calado tan hondo que ha comenzado a moldear la propia identidad de Sinaloa, convirtiéndola en sinónimo de peligro y desesperanza.
No se vislumbra un amanecer cercano. La inercia del terror es demasiado poderosa, las raíces de la impunidad demasiado profundas. Quizás, en algún rincón olvidado, la semilla de la resistencia aún germine, pero por ahora, la oscuridad se cierne implacable. En Sinaloa, el miedo no solo venció; se ha quedado para mandar. ¿O usted qué opina, amable lector? ¿No ha sentido miedo en Sinaloa?