Culiacán, Sin.- Desde Álamos, que fuera capital del Estado de Occidente, dejando atrás la tierra consentida, el flujo familiar de los Cano se fue a buscar horizontes menos ensombrecidos.
Un buen día, el joven José, hombre de fina estampa, portador de una elegancia ancestral, llegó a Culiacán y se enamoró de los calores pero, sobre todas las cosas, se prendó de una bella mujer: María Trinidad Tisnado Lizárraga, mi madre, y, por supuesto, se quedó para siempre.
Tengo recuerdos imborrables de mi padre y uno me lastima el alma: fui el primero de sus hijos que lo vio muerto el sábado 23 de noviembre de 1963 (hoy se cumplen 58 años y parece que sigue siendo ayer) y la niñez adolorida se instaló en mi espíritu.
¿Quién define los plazos del ser? Dios, se dirá, y si ese es el caso hasta Él tendría que reconocer que fue pronto. Demasiado pronto.
Cuando escribo, quisiera saltar las penumbras del ánimo lacerado y quedarme con la simpatía arrolladora de José Cano y Cano, su don de gentes, su sabiduría sin aspavientos, su risa vestida de alegría y las sonrisas cómplices de la medianoche.
Pero el rostro de mi padre reflejaba una tristeza sosegada; una forma especial de aceptar las arbitrarias reglas de la existencia que, de todos modos, desafiaba con una fina ironía (para tí y para mí, danzaba su mirada azul).
En estos días suelo recordar la carta que Franz Kafka dirigió a su padre y me doy cuenta de que nunca la compartiría. El destinatario de Kafka era él mismo, con su tragedia para sobrevivir al mundo que trataba de nulificarlo. Aparte, es cierto, las penas de la soledad nos asaltan sin remedio.
Una vez, yo con el peso leve de mis doce años y él con la certidumbre de que algo se había quedado en el camino de los aspiraciones, nos detuvimos al unísono frente a un desamparado de la vida que extendía su mano abierta a un mundo cerrado. Fluyeron lágrimas que identificaban nuestras almas y desde entonces no puedo evitar el mismo sentimiento.
Las ausencias de los seres queridos, si en verdad lo fueron y lo son, pesan como losas de granito. Basta hurgar en un cajón, recorrer aquella calle, sentir el mar y recibir el viento sobre la cara o, simplemente, mirar las estrellas.
Van pasando los años y el mundanal ruido me ha tratado de enredar con sus afanes altisonantes; he tenido que sortear vendavales de hipocresía y mediocridad beligerante.
En lo recuperable y sincero, a mi alrededor veo entusiasmos que deseo me contagien y que la gente que me quiere me envuelva en su ternura cierta.
Pero la felicidad, que de ella existen sólo destellos, diría mi padre, se me escapa sin remedio. Atraparla, tomarla por asalto para que la risa brille también en nuestros ojos, es el reto que nos queda. Por los demás, sobre todo.
Casi seis décadas son muchos años o, según se le vea, pueden ser muy pocos. El tiempo ayuda a difuminar los dolores del alma, los hace más llevaderos, terrenales y tranquilos.
Ello no quita la otra realidad de las ausencias, la falta de la guía necesaria y los apoyos que son subalternos del cariño paternal y filial. Con los años (los que cargamos y los que nos separan de la muerte indubitable) también pareciera que la obligada prudencia sustituye a las manos conductoras.
No es así, nunca podrá serlo, porque la ausencia de un padre fija un punto sin retorno y sucede entonces que ahora expreso las cosas como quedaron marcadas el día de su muerte.
Que espere, pues, el crítico lector y que los rimbombantes combates de lo superfluo guarden su turno para otra ocasión.
He querido escribir esto, mientras puedo, con la vista nublada, porque ¿Quién que es se olvida del corazón al salir de su casa?