Hay lugares que deberían ser intocables. El templo de La Lomita, en Culiacán, es uno de ellos.
El hallazgo de dos cuerpos sin vida en el estacionamiento de este santuario, el pasado jueves 24 de abril, no solo estremeció a los fieles presentes.
Fue también un golpe a la memoria colectiva de Sinaloa, donde la fe, la familia y la esperanza siempre han sido refugios frente a la adversidad.
El templo de La Lomita no es cualquier templo. Es símbolo de identidad, de encuentro y de oración.
Se trata de un santuario Guadalupano, considerado entre los tres más importantes del país dedicados a la Virgen de Guadalupe.
Además, en el momento de los hechos se celebraba la Hora Santa, una ceremonia de adoración eucarística que tradicionalmente se realiza los días jueves en la mayoría de las parroquias, en honor al sacerdocio.
Al Templo de La Lomita suben miles de personas a agradecer, a pedir, a reencontrarse consigo mismos. Que la violencia haya llegado hasta ahí debería encender todas las alarmas.
No es un hecho aislado. Es parte de un deterioro que corre el riesgo de normalizarse.
Y en la normalización de la violencia no solo se pierden los espacios y la tranquilidad, sino también la capacidad de soñar con algo mejor.
Cada vez que un acto violento irrumpe en la vida comunitaria y no provoca una reacción clara, el miedo avanza un paso.
Cuidar a nuestras familias, nuestros espacios y nuestra convivencia es hoy una necesidad impostergable.
La mayoría de los sinaloenses queremos vivir en paz. Y en esa paz caben todos: quienes rezan, quienes trabajan, quienes sueñan con otra historia para este estado.
Ojalá también quienes hoy provocan dolor puedan encontrar la fuerza para cambiar el rumbo.
Aquí en Sinaloa, la tierra que nos dio origen, la violencia no es el camino para construir un futuro que valga la pena.
Nada que crezca sobre el dolor de otros puede llamarse hogar.
