Recientemente se suscitó un debate en la mesa de análisis del noticiero de Línea Directa, en el cual soy colaborador todos los días. El debate giró sobre la importancia de reconocer de parte de los ciudadanos, más allá de los resultados, el esfuerzo que realizan las autoridades en Sinaloa combatir la violencia. En lo personal, no estuve de acuerdo en aplaudir los esfuerzos. Aquí algunas reflexiones sobre las que sustento mi posición para no reconocer los meros esfuerzos como avances en regresar la tranquilidad de los sinaloenses.
A menudo, en el discurso público, se tiende a aplaudir el esfuerzo de las autoridades como si este fuera un fin en sí mismo. Reconocer la dedicación, las largas horas de trabajo o las buenas intenciones puede parecer un gesto noble, pero cuando los resultados no llegan, este reconocimiento se convierte en un consuelo vacío que perpetúa la mediocridad y la ineficacia. En un contexto como el de Sinaloa, donde la violencia ligada al crimen organizado ha sido una constante por décadas, la diferencia entre aplaudir el esfuerzo y exigir resultados palpables se vuelve no solo evidente, sino urgente.
Es innegable que enfrentar la violencia en Sinaloa es una tarea titánica. El estado ha sido históricamente un bastión del narcotráfico, con cárteles como el de Sinaloa ejerciendo un control que a veces parece superar al del propio gobierno. Las autoridades, tanto estatales como federales, han desplegado operativos, anunciado estrategias y prometido cambios. Sin embargo, los titulares siguen siendo los mismos: enfrentamientos entre grupos armados, asesinatos de alto perfil y comunidades atrapadas en el fuego cruzado. Aplaudir el esfuerzo en este escenario —los patrullajes, las conferencias de prensa, las detenciones esporádicas— es como felicitar a un bombero por cargar la manguera mientras la casa sigue ardiendo.
Desde un punto de vista crítico, celebrar el esfuerzo sin resultados tiene consecuencias peligrosas.; desvía la atención de lo que realmente importa: la seguridad de la población. Cuando se pone el énfasis en la intención y no en el impacto, se normaliza el fracaso. En Sinaloa, por ejemplo, cada operativo fallido o cada promesa incumplida refuerza la percepción de que el problema es insoluble, erosionando la confianza en las instituciones. Si las autoridades reciben palmaditas en la espalda por “hacer lo que pueden” mientras los homicidios y la impunidad persisten, ¿qué incentivo tienen para mejorar?
Este enfoque perpetúa una cultura de rendición de cuentas débil. Reconocer el esfuerzo sin exigir resultados concretos —como una disminución sostenida en los índices de violencia o el desmantelamiento efectivo de redes criminales— equivale a aceptar que el simple acto de intentarlo es suficiente. En un estado donde la violencia no solo mata, sino que paraliza economías locales y desplaza familias, esto es inaceptable. Los sinaloenses no necesitan discursos inspiradores ni estadísticas maquilladas; necesitan calles seguras, justicia y un gobierno que demuestre con hechos, no con palabras, que puede protegerlos.
Vale la pena hacer una pausa para agradecer y distinguir a los mandos operativos —policías, soldados y agentes en el terreno— que arriesgan sus vidas diariamente en un contexto de peligro extremo. Su valentía y sacrificio merecen respeto, pero no deben confundirse con las decisiones de los funcionarios de alto nivel que diseñan las políticas y estrategias. Mientras los primeros enfrentan balas, los segundos a menudo se refugian en escritorios y discursos. La crítica aquí no va dirigida a quienes ejecutan, sino a quienes deciden, y es a estos últimos a quienes hay que exigirles resultados que honren el esfuerzo de sus subordinados.
Ante la persistencia de estos pobres resultados, a los ciudadanos no les queda más que recurrir a la presión pública y la crítica como herramientas de cambio. Cuando las autoridades fallan sistemáticamente en entregar seguridad y las promesas se diluyen en el aire, la sociedad tiene el deber de alzar la voz, señalar las deficiencias y demandar acción. En Sinaloa, donde la pasividad podría interpretarse como resignación, la crítica no es solo un derecho, sino una necesidad. Solo mediante una ciudadanía activa y vigilante se puede romper el ciclo de esfuerzos estériles y obligar a quienes gobiernan a pasar de las intenciones a los hechos. Si se sigue celebrando el esfuerzo en lugar de cuestionar por qué estas estrategias no funcionan, se condena a la sociedad a un ciclo interminable de violencia y frustración. Un ejemplo de eso fue las desafortunadas declaraciones del secretario Harfuch la semana pasada. Más tardó en publicar que había avances en seguridad en Sinaloa por la aprensión de delincuentes ligados al asesinatos de dos menores de edad, que los delincuentes arrebatando la vida de una niña de 12 años.
Es justo reconocer, que un radioescucha comentó que se deben reconocer los esfuerzos sobre los resultados. Puso de ejemplo las competencias deportivas. Mencionó que no todos pueden ganar y es necesario reconocer el esfuerzo de los demás. En eso estoy de acuerdo; sin embargo, en esos casos, el esfuerzo sí viene acompañado de resultados. El resultado se mide contra uno mismo. De nada sirve entrenar diario sino eres capaz de vencer tus propias marcas. Lo mismo podría aplicar en el tema de la violencia. No aspiramos a tener los resultados de seguridad de Suiza, pero sí podemos exigir resultados en función de períodos de tranquilidad que hemos tenido en nuestro estado.
En conclusión, el esfuerzo de las autoridades merece reconocimiento solo cuando viene acompañado de resultados tangibles. En Sinaloa, donde la sangre sigue corriendo y el miedo sigue reinando, aplaudir la intención sin exigir soluciones efectivas es una forma de complicidad. La ciudadanía no puede conformarse con promesas ni con gestos simbólicos; merece un gobierno que no solo trabaje duro, sino que trabaje bien. Porque al final, en la lucha contra la violencia, el esfuerzo sin éxito no es más que ruido en medio del caos.
¿Usted qué opina, amable lector? ¿Aplaudimos el esfuerzo de la autoridad?