Me llamó la atención una frase que desde mediados de la semana pasada se robó los titulares de varios medios de comunicación no solo impresos, sino también en los espacios de noticias de radio, televisión y plataformas de las redes sociales.
La frase, misma que circuló a nivel local, nacional e internacional, recuerdo haberla escuchado por primera vez, hace ya varias décadas.
La escuché a mis escasos primeros 8 años de vida, y por inédita, la convertían para mí en algo difícil de entender e interpretar.
Y prevaleció en mi mente desde aquel momento, aunque claro, con el paso del tiempo la seguí leyendo y escuchando ya con conocimiento de causa respecto a su significado.
Es pertinente aceptar, que el haber guardado en mi pobre intelecto esa frase tan extraña para mi buen saber y entender, pudiera explicarse en la admiración que yo sentía por la persona que en aquel lejano día la pronunció.
Fue la tarde de un lejano domingo del mes de octubre. El año, para evitar imprecisiones, pudo haber sido el de 1963.
El escenario, fue mi entrañable pueblo de Capomos, enclavado en el municipio de Angostura.
Aquel incipiente pueblito, fue de tal manera el fiel testigo del evento que hoy motiva ésta especie de crónica o burdo relato.
Reunidos en el portal de la vieja casa de adobe de mis abuelos maternos, se había generado una reunión familiar.
El motivo del festejo, tenía su origen en la presencia en el rancho de uno de los hijos primogénitos del abuelo, que desde hacía años había emigrado a la frontera norte en busca de construirse un mejor futuro de vida.
La algarabía de familiares y amigos era evidente, ya que la presencia de unos músicos de la banda sinaloense se dejó escuchar con sus bellas y alegres notas musicales.
El visitante, mostraba a sus parientes y amigos, que no le había ido nada mal en su aventura por el sueño americano.
Un novillo de importante peso que había estado en engorda debió pagar con su vida, el regreso del hijo mayor de mi abuelo a la vieja casa que lo había visto nacer.
Y el filoso cuchillo del matancero del pueblo arrebató a las vaquillas del corral, la oportunidad de disfrutar los amores de aquel bello ejemplar del ganad bovino.
El torete fue sacrificado en el patio de la rústica vivienda, ante el revuelo del grupo de plebes curiosos y visitantes improvisados de las casas vecinas que se apersonaron sin convocatoria previa a la tertulia, apostándole a lograr alguna porción del evento gastronómico que ahí se gestaba.
Y ahí, receloso, en los contornos del abasto, vigilante y con mirada fiera, estaba el “vaquero”, nombre adjudicado del perro de la casa.
Era un perro de buena estampa. Bravo, aguerrido y casi imbatible en las riñas que se generaban entre la perrada del rancho.
Cuidaba el animal los contornos de la casa, como lo pudiera hacer el más desconfiado de los maridos celosos del pueblo.
Por esa bravura que lo caracterizaba, y por la forma en que cuidaba la casa, pero sobre todo por la mansedumbre y fidelidad mostrada con el amo, se había ganado el cariño y atención de la familia.
Por esa razón, aquella tarde en que se estaba destazando el becerro, la orden de mi abuelo sonó fuerte y clara; “Aparten todos los bofes, patas, cola y cabeza pa´ que coma el “vaquero”.
La orden del viejo jerarca de la familia fue acatada al pie de la letra por el matancero, quien en una vieja bandeja, acomodó las partes que servirían como el menú especial para aquel poderoso y bravo perro.
Sin embargo, lo que nadie pudo suponer, fue que la rica despensa que se había predispuesto para “el vaquero” le fuera arrebatada de manera salvaje violenta y despiadada.
Y es que, en una fracción de segundos, un grupo de por lo menos Cinco perros de buen tamaño y aguerrida bravura, aparecieron intempestivamente, en busca de apoderarse del botín que el poderoso guardián y leal servidor del amo, tenía destinado para su consumo particular.
Cabe destacar, que “El vaquero” trató de defender su feudo, resistiendo con su gallardía el cruento embate de los Cinco embravecidos canes, sin embargo, sus fuerzas fueron insuficientes y finalmente perdió la batalla.
Fue triste y lamentable observar la forma en que, al momento del ataque, el perro invadido volteaba a ver a su amo como pidiendo auxilio, diciendo a manera de disculpa… “Señor, no puedo hacer nada, me atacan en manada”.
Y así, tal y como aparecieron, el grupo de perros rebeldes se apoderaron del botín en disputa, dejando arrinconado, maltrecho y humillado al tristemente célebre “Vaquero”.
Y es ahí, en ese instante, donde surgió la frase de marras que en aquella época de mi pobre e ignorante infancia no pude comprender.
“Pobre perro, “LE DIERON GOLPE DE ESTADO”, dijo en tono irónico nuestro ilustre visitante.
Fue así, como aquella fresca tarde, de aquel domingo del mes de octubre, cuando de labios del hombre que vino del norte, escuché por primera vez esa frase.
En efecto. Acertó usted. Es la misma frase que hoy ha cobrado vigencia en la pugna que se ha suscitado al seno del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
“ESTO ES UN GOLPE DE ESTADO”, expresó de manera grotesca y desesperada el Magistrado José Luis Vargas Valdéz, al momento en que Cinco magistrados del TEPJF de manera repentina decidieron destituirlo y arrebatarle el feudo que se le había concedido y que ostentaba como Presidente del Instituto político referido.
Y cierto es; Todo parece ser una extraña coincidencia, entre ambas pugnas. Claro, guardadas las proporciones, entre los casos de “El vaquero” saqueado y el Magistrado destronado.
En lo que a mi persona respecta, solo les comentaría a mis escasos lectores, que mi motivación para escribir ésta especie de crónica de aquella, mi vida pueblerina, se derivó únicamente de los recuerdos que la multicitada frase trajo a mi memoria…
Y claro, por el recuerdo de aquel perro, que desde su irracional fiereza me dejó como legado la enseñanza de poder ahora medio entender el significado de lo que debiera ser “UN GOLPE DE ESTADO”… Nos vemos luego raza.