En Culiacán, una familia ha sido destrozada por una violencia que no distingue entre culpables e inocentes, que no respeta ni lo más sagrado: la vida de los niños.
Gael y Alexander, de apenas 9 y 12 años, eran dos pequeños llenos de sueños. Hoy, sus pupitres están vacíos, y sus nombres resuenan en las voces de dolor de sus compañeros y maestros.
¿Cómo hemos llegado a este punto, a una indiferencia colectiva que nos permite seguir adelante como si nada hubiera pasado?
No podemos seguir tratando estas tragedias como simples números en las estadísticas o noticias que olvidamos al siguiente día.
Esta vez fueron Gael, Alexander y el padre de ambos, Antonio de Jesús. ¿Y mañana? ¿Nuestros hijos, nuestros sobrinos, nuestros vecinos?
Hoy, los maestros de los dos pequeños nos dan una lección de humanidad. Ellos no se limitaron a llorar en silencio; alzaron la voz, mostraron solidaridad, exigieron justicia.
Pero esto no puede quedarse en las puertas de una funeraria. Este grito debe replicarse en toda la sociedad, porque el silencio es el mayor cómplice de la violencia que nos consume.
A los grupos en conflicto:
Es momento de reflexionar sobre el impacto de sus actos. Atacar a los más inocentes no solo destruye vidas, sino que fractura el tejido social, alimenta el resentimiento y nos condena al estancamiento.
No hay justificación para una violencia que arranca el futuro y perpetúa el sufrimiento de familias enteras.
Cada disparo, cada vida perdida no fortalece, debilita; no construye, destruye.