En el momento en que un gran árbol cae a causa de los hachazos del leñador Macario, éste se seca el sudor de la frente con la manga de su raída camisa; a la vez que su esposa en casa, explica a sus hijos la distinción social que se llega a dar hasta en el día de muertos:
— ¿Esa vela para quien es ma?
— Para tu madrina Rosa que en paz descanse, que siempre fue muy buena con nosotros.
— ¿Y a mí papá, no le va a poner una luz?
— No mija no, tú papa gracias a Dios está vivo; las ofrendas sólo son para los fieles difuntos
— En la casa de don Narciso están poniendo una ofrenda ¡bien grande, grande!
— ¿Cuándo no?, esos hasta con los muertos han de presumir lo que no tienen. Nosotros no: esto comemos, esto comen nuestros difuntos.
Macario es un padre de familia que ve en el hambre de sus hijos la suya propia. Reflexiona como el hombre de campo que es, que su existencia no ha sido más que eso: tener hambre. En su vida cotidiana como leñador observa profundamente la realidad de la muerte: parte natural de la existencia como contraparte de la vida.
Hay que tener más consideraciones con los muertos que con los vivos, porque pasaremos más tiempo muertos que vivos.
La cotidianidad lo ha devorado, la rutina es imperceptible e implacable. Macario tiene conciencia de sí; ese darse cuenta que, ojalá y fuese capaz de quitarse el hambre con el simple hecho de pensarla.
¿Hambre… Hambre? No he tenido otra cosa en toda mi vida… Nos pasamos la vida muriéndonos de hambre, dice Macario a su esposa y con ello le da la confesión de su vida: desea un guajolote para él solo, sin que tenga que convidarle ni siquiera a sus hijos; dejará de comer hasta que pueda tener el sabor del animal en los labios.
Gracias a la buena fe de su esposa, es ella quien le cumple su deseo: y yo entiendo Macario, yo también he querido algo para mi sola. Macario se interna al bosque al que se ha familiarizado durante su existencia, se dispone a saciar su hambre con el manjar deseado, hasta que aparecen en su horizonte tres personajes que son los administradores del devenir de la existencia del hombre: el mal, el bien y la muerte. Dicho en llano léxico mexicano: el Diablo, Dios y la Huesuda; ahí cambia la vida de Macario o inicia o finaliza.
— ¿No te molesta que platiquemos? Trato tan poco a los hombres…
— Tan poco…
— Nos vemos un instante y en realidad no hay nada que decir ni tiempo para decir nada.
Para el filósofo A. Schopenhauer, el hombre es una ser de deseos; durante su existencia el hombre vive o se desvive deseando cosas, y cuando las consigue termina por desear otras más… es el hambre/deseo lo que mueve a buscar el sentido de las cosas.
B. Traven -autor de esta historia- en un México de inicios de siglo pasado, dentro del contexto del día de muertos, encontró que los altares y ofrendas muestran también una desigualdad social en la que se desarrolla dicha celebración. Del tamaño y proporción del altar, es la clase social que ofrenda o toma en consideración de sus muertos. La estructura económica-social determina la estructura metafísica-religiosa de la cultura.
— ¿Y cuándo me muera puedo venir a comer aquí?
— No hijo, aquí sólo vienen a comer los muertos ricos.
— Ah, entonces mejor no vengo.
M. Heidegger, definía al hombre como un ser para la muerte; y encontraba en la filosofía como máxima enseñanza: el ayudarnos a morir, esto es, a perderle todo miedo a la muerte. Al fin y al cabo, para morir es que nacimos.
Macario es el viaje por la vida de cualquiera de nosotros. Bienvenido a mi reino Macario. Ahí donde sólo reina la muerte, es donde Macario contempla la humanidad en su terrible y trágica belleza: tarde o temprano todos vamos a morir. Esas grutas llenas de velas muestran lo maravilloso que es la vida en sí misma, una luz en medio de la oscuridad, pero a la vez se ve su sublime fragilidad que con una variación de aire se puede apagar. Aquí pasan los vientos de la guerra, pestes… y las vidas se apagan al azar. Las vidas son de distintas ceras, cada una es única, duran más o menos según la materia que alimenta las flamas.
Basada en el cuento homónimo de B. Traven, Macario es la primera película nominada al Oscar como mejor película extranjera en 1960. Fue duramente criticada por su exceso estético. La fotografía de Gabriel Figueroa es perfecta con los claroscuros, retratando y pintando el mundo del mexicano alrededor de la celebración del día de muertos. La vida no fue fácil, pero fue buena vivirla juntos. La suicida Pina Pellicer enmarca y rompe con su actuación el estereotipo de la mujer abnegada del cine nacional. Todo bajo la dirección de Roberto Gavaldón. Ignacio López Tarso le debió su carrera actoral a Macario.
En el fondo, todos somos Macario; falta saber si somos dignos del título de amigos de la muerte.
Ya no corras Macario. ¿Para qué?