La violencia contra niños y jóvenes es uno de los rostros más dolorosos de la crisis de seguridad que enfrentamos en Sinaloa desde hace siete meses.
Porque nos duele, pero nos incomoda tanto que muchas veces preferimos mirar hacia otro lado. Se dice que es culpa de la guerra entre narcos y, en ese intento por alejarnos, terminamos normalizando lo que debería escandalizarnos.
Cada niña, niño o adolescente víctima de la violencia representa una falla colectiva.
Fallan las autoridades, que no previenen.
Falla la sociedad, que calla.
Y fallamos como padres al dejar de escuchar a nuestros hijos, al no detectar señales por la falta de comunicación.
Pero no se trata de repartir culpas.
Se trata de entender que proteger a la niñez es una responsabilidad compartida.
Que ni el gobierno, ni las escuelas, ni los hogares pueden solos.
Se necesita corresponsabilidad, vigilancia comunitaria, educación y un entorno donde niñas, niños y adolescentes se sientan seguros.
¿Quién habla con ese niño que cambia de conducta de repente?
¿Quién le cree a la adolescente que dice que alguien la tocó sin su consentimiento?
La respuesta no debe llegar después de la tragedia.
Prevenir no es solo endurecer penas, aunque las reformas legales son importantes.
Prevenir es formar, sensibilizar, acompañar.
Es tener maestros preparados, policías capacitados, padres responsables y medios sensibles.
Es poner a los niños y adolescentes como prioridad en la agenda pública y no solo cuando un caso se hace viral.
Prevenir también es revisar nuestra conducta como sociedad y cuestionar la normalización de la violencia.
El daño que hoy permitimos —por acción o por omisión— tendrá un costo en las próximas generaciones.