En un país donde la violencia no descansa, la desinformación se ha vuelto un segundo enemigo.
Y lo más grave es que no llega solo desde intereses políticos o grupos delictivos: viene también de gente común, de los llamados que irresponsablemente se dedican a regar rumores en redes sociales.
Lo hemos visto en Sinaloa cada vez que estalla una balacera, un enfrentamiento o incluso un operativo: los chats se llenan de audios falsos y de capturas de pantalla inventadas.
Y la gente —en el miedo lógico que provoca vivir bajo la amenaza constante del crimen— comparte y se alimenta de una psicosis colectiva que muchas veces ni siquiera tiene sustento.
Nadie lo puede negar: vivimos tiempos difíciles. Pero eso no le da derecho a nadie de jugar con la incertidumbre de los demás.
¿Qué ganan con decir que “vienen grupos armados a la ciudad”, “ya bloquearon todas las salidas”, “no salgan de sus casas”?
Lo más triste es que, en medio del caos, el daño ya está hecho. Se cierran negocios, se suspenden clases, familias se aíslan y el miedo se contagia como plaga.
Todo por culpa de un mensaje reenviado sin pensar, por alguien que ni siquiera sabe distinguir entre información, chisme o ficción.
Hay que decirlo con claridad: difundir mentiras en un entorno violento no es un juego. Es irresponsable, es cobarde y, en algunos casos, hasta podría ser criminal.
Hoy más que nunca, los ciudadanos tenemos que aprender a verificar, a no compartir por impulso, a entender que la calma también es una forma de resistencia.
En Sinaloa nos sobran razones para estar alertas, pero hay que tener presente que la prudencia también es una forma de respeto hacia los demás.
¿Para qué alarmar sin razón, si ya cargamos con una realidad que pesa demasiado?