Hay crímenes que conmocionan a una sociedad, no solo por la brutalidad con la que se cometen, sino por lo que revelan de nuestro entorno. El caso de Rubén, el hombre que asesinó a martillazos a sus dos hijas, a su suegra y dejó gravemente heridas a su esposa y su hijastra, es una de esas historias que sacuden hasta lo más profundo.
Y no porque no estemos acostumbrados a la violencia —lamentablemente, vivimos en un país donde los feminicidios y los crímenes violentos son parte recurrente de la agenda informativa— , sino porque este caso en particular nos obliga a ver de frente una verdad incómoda: la violencia no brota de la nada, se cultiva en el silencio, la indiferencia y la descomposición social.
“Era tranquilo y trabajador”
La reacción de sus compañeros de trabajo cuando se enteraron del crimen lo dice todo. Rubén no era visto como un hombre violento. Al contrario, lo describen como “tranquilo”, “amigable” y “responsable en su trabajo”. Sin embargo, dentro de su casa, la realidad era otra.
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¿Cuántas veces hemos escuchado que el asesino de una mujer, de un niño, de una familia entera era “buena persona” ante los ojos del mundo?
Este tipo de declaraciones reflejan una ceguera colectiva: seguimos pensando que la violencia extrema se manifiesta con advertencias evidentes, con caras de monstruo o actitudes sospechosas, cuando en realidad se esconde en la la rutina diaria.
No es que sus compañeros hayan sido omisos al no prever lo que haría, por supuesto que no. Pero es una señal de que vivimos en una sociedad donde los problemas personales, las señales de alerta y el deterioro emocional pasan desapercibidos hasta que explotan de la peor manera posible.
En México, la violencia doméstica es una pandemia silenciosa. Las víctimas conviven con sus agresores a diario, los ven salir a trabajar, reír con sus amigos, jugar futbol. Y cuando la tragedia ocurre, nos sorprendemos.
La droga, la excusa perfecta
Uno de los elementos que se han mencionado en este caso es que Rubén presuntamente estaba drogado cuando cometió el crimen. Y aunque es cierto que el consumo de sustancias puede desinhibir los impulsos más oscuros, el problema no es la droga en sí, sino el contexto en el que este hombre creció y se desenvolvió.
El narcotráfico ha invadido no solo las calles, sino la cultura, la música y el día a día de muchas comunidades. En zonas donde la violencia es el pan de cada día, el consumo de drogas es solo un síntoma más de una enfermedad mayor: la descomposición del tejido social.
Nos aferramos a la idea de que la droga convierte a una persona en asesina, pero la verdad es que la violencia extrema siempre tiene raíces más profundas. ¿Dónde están los valores que deberían sostenernos? ¿Dónde está la educación emocional, la prevención, la intervención temprana?
Si un hombre es capaz de matar a sus propias hijas con un martillo, el problema no empieza ni termina con la droga; es el resultado de años de indiferencia y fallas estructurales.
La pregunta no es “cómo es que nadie se dio cuenta”, sino “cómo seguimos sin hacer nada”. Si seguimos viendo estos casos como tragedias individuales y no como síntomas de un grave problema social, historias como la de El Chacal de Los Mochis se repetirán una y otra vez.
¿Cómo cambiamos esta realidad?