En los últimos años, hemos sido testigos de un cambio notable en la forma en que los gobiernos de México abordan los problemas que aquejan al país. Lejos de asumir la responsabilidad de encontrar soluciones efectivas, parece que la estrategia predominante es señalar culpables —el pasado, los adversarios políticos, las élites, o incluso factores externos— mientras los problemas estructurales como la inseguridad, la pobreza y la corrupción permanecen sin solución. Este fenómeno no es nuevo en la política mundial, pero en México contrasta dolorosamente con épocas en las que los gobiernos, con sus limitaciones, al menos intentaban enfrentar los retos con acciones concretas.
Si echamos un vistazo al pasado, encontramos ejemplos de momentos en los que los gobiernos mexicanos tomaron las riendas para resolver crisis. Uno de los casos más emblemáticos ocurrió en la década de 1930, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. Enfrentado a la desigualdad agraria y a la explotación de los recursos naturales por empresas extranjeras, Cárdenas impulsó la reforma agraria y la expropiación petrolera de 1938. No fue un proceso perfecto, y tuvo sus detractores, pero representó una solución audaz a problemas reales: distribuyó tierras a campesinos y nacionalizó un recurso estratégico para el desarrollo del país. La narrativa no se centró en culpar eternamente a las potencias extranjeras, sino en actuar para cambiar el rumbo.
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Otro ejemplo notable ocurrió en la década de 1960 con el “milagro mexicano”. Durante los gobiernos de Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos, el país experimentó un crecimiento económico sostenido, impulsado por políticas de industrialización y una estabilidad política relativa. Se construyeron carreteras, presas y escuelas, y se fortaleció el sistema de salud pública con la expansión del IMSS. Aunque este modelo tuvo sus fallas —como la exclusión de sectores rurales y la represión política—, los gobiernos de entonces mostraron capacidad para ejecutar proyectos de largo plazo que mejoraron la calidad de vida de muchos mexicanos.
La menor capacidad de los gobiernos actuales para resolver problemas tiene raíces profundas. En primer lugar, la complejidad del mundo moderno juega un papel crucial. Antes, los retos eran más locales y manejables dentro de las fronteras nacionales: la reforma agraria o la industrialización dependían principalmente de decisiones internas. Hoy, México enfrenta problemas globalizados como el crimen transnacional, el cambio climático y las cadenas de suministro internacionales, que requieren cooperación más allá de lo que un solo gobierno puede controlar. Esta interdependencia limita la autonomía que tenían líderes como Cárdenas.
En segundo lugar, la burocracia y la corrupción han crecido exponencialmente. En el pasado, aunque no estaba ausente, el aparato estatal era más pequeño y centralizado, lo que permitía decisiones rápidas y ejecución directa. Ahora, la maraña de intereses, regulaciones y desvío de recursos dificulta que las políticas se traduzcan en resultados. Por ejemplo, los proyectos de infraestructura actuales, como el Tren Maya, enfrentan retrasos y críticas por falta de planeación, algo que contrasta con la eficiencia relativa de obras como las presas en los años 60.
Finalmente, la polarización política y la erosión de la confianza ciudadana han debilitado la capacidad de los gobiernos para actuar. Antes, el dominio del PRI permitía consensos internos y una narrativa unificada, aunque autoritaria. Hoy, la democracia ha traído pluralidad, pero también fragmentación: cada iniciativa enfrenta oposición feroz, y los gobiernos prefieren preservar capital político antes que arriesgarse a fracasos visibles.
Tomemos el caso de la inseguridad, un flagelo que ha empeorado en las últimas décadas. En lugar de presentar estrategias integrales y resultados medibles, los discursos oficiales suelen girar en torno a culpar a los “gobiernos neoliberales” del pasado o a los cárteles como si fueran una fuerza incontrolable que exime de responsabilidad a las autoridades actuales. Si bien es cierto que los problemas tienen raíces históricas, esta retórica evade la pregunta clave: ¿Qué se está haciendo hoy para cambiar las cosas?
Culpar a otros es políticamente conveniente. Mantener una narrativa de victimización o de lucha contra “enemigos” del pueblo moviliza bases electorales y desvía la atención de los fracasos propios. Resolver problemas estructurales requiere tiempo, recursos y consensos, algo que choca con los ciclos cortos de la política y la polarización actual. Es más fácil prometer justicia que construirla. Además, la menor capacidad de acción hace que los gobiernos recurran a la retórica como escudo, evitando rendir cuentas por lo que no pueden cumplir.
México merece gobiernos. La historia demuestra que es posible actuar frente a la adversidad, como lo hicieron Cárdenas o los artífices del milagro mexicano. Hoy, en lugar de un eterno ajuste de cuentas con el pasado, necesitamos líderes que enfrenten el presente con propuestas claras y resultados tangibles. Culpar a otros podrá ganar aplausos, pero no resuelve la inseguridad en las calles, el agua en las casas ni la esperanza en las familias. Es hora de pasar de las excusas a las soluciones… y eso aplica a todos los partidos.
¿Usted qué opina, amable lector? ¿Le gusta el sistema de echar culpas?