Hundió el pedal hasta el fondo, aferró sus manos al volante como pinzas de acero y sintió como se doblegó el caucho del aro ante la fuerza de sus dedos. Un incendio se le trepó en la garganta. En un instante la sangre le llegó a las mejillas y no terminó de acomodarse en su delgado cuerpo y se le subió a la cabeza a causa de la velocidad. Sus dieciocho o tal vez diecinueve años se conjugaron con los cien kilómetros por hora en 10 segundos que el auto pudo revolucionar en ese intento por desintegrar el pedal. ¿Cien kilómetros por hora? No son nata ante su valentía. Parecían una burla contra las reglas de la física. La velocidad se les metió hasta en los huesos y no había otra manera de escupirla, sacarla del cuerpo si no con un “acelerón” ante la algarabía de un público que miraba de refilón, como una ausencia limitada por el miedo o la desesperación.
Una gota de sudor resbaló de su frente hasta llegar al rabillo del ojo, provocándole un ardor que le pareció un piquete de hormiga. Nada que detuviera su objetivo, nada que lo hiciera desistir del entumecimiento de su pierna sobre el acelerador. No. Y la sangre se le acelera de nuevo, pero el tope del acelerador le indica que no hay más; que no se puede ir más allá, que la luz no se puede alcanzar; que romper las leyes de la física no es para esta noche de cervezas y luna llena. Que Einstein, Isaac Newton, Max Born o Heinrich Hertz no se han equivocado. Él no los conoce, pero la euforia los quiere echar por la ventada de un edificio de ocho pisos. Una voz, que no es la de Newton, le habla despacio y le dice:
-No hay más. El auto no puede más- pero su pierna sobre el artefacto dice que sí y lucha contra la historia de la física en un desenfreno total.
Hoy apostó una botella de “Bucanas” a que ganaba en los arrancones. Y juró para sus adentros, que nadie se burlaría de él a pesar del ralo bigote que apenas brota entre labio y labio. Que su escasa edad, no es motivo para detenerse por el miedo frente al tacómetro o a las autoridades.
Su mirada fue de gacela frente al cazador. Se le avispó la pupila y la fuerza de sus manos contra el volante le hicieron sangrar. La velocidad aumentaba y las luces de la calle perdieron el color y se sumaron en un largo tono blanco, cuando el semáforo cambiaba a rojo por la avenida principal de la ciudad. Dos patrullas seguían en la esquina con las luces apagadas.
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