Tras dos semanas de ausencia en este espacio, regreso con gratitud hacia mi puñado de lectores que han estado pendientes de mis publicaciones. Esta columna lleva implícita la explicación de esos días desaparecidos y una reflexión sobre un tema que, aunque menos inmediato que la muerte del papa Francisco y las especulaciones sobre su sucesor, está cada vez más presente en los titulares: el ascenso de China como posible nuevo imperio mundial.
El mundo parece fascinado con la idea de que China dominará el planeta, eclipsando al imperio estadounidense. No comparto esa visión, pero esa discusión merece otro espacio. Hoy quiero compartir una experiencia personal que me permitió observar de cerca la mentalidad china, no desde la geopolítica, sino desde un ámbito más humano: el deporte escolar. A través de esta lente, vi cómo la supremacía deportiva china refleja su ambición global, envuelta en tenis, equipamiento y una disciplina implacable.
Sigue las columnas de Juan Ordorica en la sección especial de Línea Directa
En marzo pasado, mi hijo tuvo la oportunidad de representar a México en los Juegos Internacionales Escolares, organizados por la Federación Internacional de Deporte Escolar (ISF, por sus siglas en inglés). El evento se llevó a cabo en Zlatibor, un pueblo montañoso de Serbia, donde los participantes, de entre 12 y 15 años, compitieron a -4 grados en medio de la nieve. Mi hijo participó en atletismo, y yo, como padre y observador, fui testigo de una realidad que me marcó profundamente: la forma en que China proyecta su poder, incluso en un evento juvenil.
La delegación china fue, sin sorpresa, la gran protagonista. Enviaron representantes a los 52 deportes participantes y arrasaron con el medallero. Su equipo no solo incluía atletas, sino también fisioterapeutas, entrenadores, médicos, camarógrafos y un cuerpo de seguridad propio. Todo estaba minuciosamente orquestado, dejando claro que China no es solo un competidor, sino una superpotencia. Sin embargo, detrás de esta exhibición de fuerza, observé una dinámica que me llevó a cuestionar la imagen que China proyecta al mundo.
Los jóvenes atletas chinos eran notablemente distintos al resto. Reservados y distantes, apenas interactuaban con deportistas de otras naciones. En las actividades culturales, se mostraban reacios a participar, y fueron de las pocas delegaciones que se negaban a intercambiar uniformes, una tradición común en estos eventos. En algunos momentos, incluso parecían altaneros con sus competidores. En las pocas conversaciones que logré entablar con ellos, me contaron que estaban bajo estricta vigilancia. Tenían órdenes de convivir lo menos posible con otras delegaciones y hasta les estaba prohibido aceptar algo tan simple como un dulce de otra nacionalidad. Sorprendentemente, delegaciones como la iraní mostraron un espíritu de camaradería mucho mayor.
Esta actitud se hizo aún más evidente durante los entrenamientos. La delegación china se apropió de la pista de atletismo, imponiendo sus propias reglas en los aparatos compartidos. Los chicos de otros países bromeaban diciendo que los chinos “no contaban” y que la verdadera competencia era entre las demás naciones, dando por sentado que el oro sería para China. No competían contra atletas, sino contra el Estado chino, una maquinaria que parecía omnipresente.
En las competencias, los atletas chinos destacaban por su superioridad física y técnicas avanzadas, pero también por la presión que cargaban. Su objetivo no era llegar al podio, sino ganar el primer lugar o nada. En una breve charla con un miembro de su delegación, me confiaron que un atleta que no obtuviera medalla de oro probablemente no volvería a competir internacionalmente. Cada joven llevaba sobre sus hombros la expectativa de superar a cientos de atletas listos para reemplazarlo.
La mayoría había sido entrenada en centros especializados desde los 6 o 7 años, dedicados exclusivamente a una disciplina elegida por el gobierno. A diferencia de los mexicanos, que habían practicado varios deportes antes de los 15 años, los chinos solo conocían la perfección en una sola área.
No pretendo juzgar esta forma de operar como algo inherentemente negativo; es simplemente diferente. Sin embargo, me sorprendió que China no aprovechara este escenario internacional para construir puentes con otras naciones. En lugar de cultivar aliados entre los jóvenes, su actitud proyectó una imagen de aislamiento. Esto me llevó a reflexionar sobre su papel global.
China será, sin duda, un actor clave en el siglo XXI, pero su cultura, tan distinta a la occidental, enfrenta barreras para permear en otras regiones. Tal vez no buscan ser un imperio en el sentido clásico, ni les interesa integrarse plenamente con el resto del mundo. Quizás su objetivo es otro: consolidar su poder a su manera, con una disciplina férrea y una visión que prioriza el triunfo por encima de todo.
Por ahora, solo queda admirar su compromiso con la excelencia, aunque venga acompañado de un costo humano que no pasa desapercibido. ¿Qué opina, amable lector? ¿Cree que China está destinada a ser el nuevo imperio mundial, o su enfoque la mantendrá como un gigante distante?