Escribió en su diario, con una caligrafía rota, las penumbras que suceden en su cuerpo, en el resto de sus manos y en su piel aniñada; narró el asco que deja la vida adulta en un cuerpo liviano, sobre la inocencia. En la tersura de sus años, con 8, 9 o quizá 10 a cuestas, sintió una miniatura del infierno, una sucursal del abismo que sabe, aunque sea una niña, la hará viajar por un túnel que se parece a un castigo.
Ella sabe que no merece lo que está pasando, pero todas las noches, al dormir, sueña con un ángel oscuro, que se ha quedado sin voz y le hace guardar silencio poniendo su dedo índice sobre su boca, acabándole la respiración como quien se sumerge en un líquido denso que no lo deja moverse. Aquel ángel es como una soga sobre el cuerpo, que le amarra las manos, la envuelve hasta dejarla indefensa para mostrar su cuerpo inerte, a la deriva, para el gusto de los lobos que acechan en los rincones de su propia casa, en su cuarto, en su baño, en el patio donde debería ser feliz.
Con el corazón apretujado y el pulso temeroso, que le hace derrapar la pluma sobre el papel, ella, derramó su miedo en la página en blanco; describió los hechos, la repulsión, el hastío, el temor que se ha quedado a vivir en su estómago desde que sueña con el ángel.
Al escribir con rabia sobre el papel, que parece sentir la fuerza de una niña que grita hacia dentro, que lo va marcando, surcándole la piel blanca, ella sintió que ha liberado sus manos de la soga. Arrojar toda la basura por la ventana.
Al terminar se sintió liberada, como el náufrago que suelta la botella para que las corrientes del mar guíen su mensaje hasta un remitente lejano y desconocido; con la esperanza de encontrar a alguien que le escuche, que se adentre en su soledad en una isla sin nombre, sin lugar ni tiempo y que la salve del túnel que cada día es más largo.
Pero sabía que esa libertad que recuperaba, al escribir, no era real, no le alcanzaba para poder respirar un aire más puro; nos gritó desde el otro lado del infierno, pero sin fuerza, como en voz baja.
Hoy encontramos su diario en plena calle. El viento lo hizo girar varias veces y lo subió y lo hizo descender hasta que alguien lo leyó en voz alta. No sabemos dónde está.
Camila es su nombre o tal vez María, o Luisa o Victoria, no lo sabemos, pero nos ha contado, con valentía, que las palabras sobre el papel, aunque el viento de las avenidas las aleje de la verdad, está ahí y están vivas. Y puede ser la caligrafía de cualquiera de nuestras hijas.