Guasave, Sinaloa. Recostada en una macetera, desaliñada, ahí estaba Rosa, pegada a un funeral esperando que le brindaran por humanidad un taco para calmar su hambre.
En el centro de la ciudad de Guasave, entre los ecos de la rutina diaria y el bullicio de la vida urbana, emergen relatos que pocas veces se cuentan. Es la historia de personas invisibles, de vidas que transcurren en los márgenes, y entre ellas, destaca la historia de Rosa, una mujer cuya lucha diaria contra el hambre y la falta de hogar es un reflejo de una dura realidad.
Rosa ha sido vista comiendo de la basura, una imagen desgarradora que retrata su desesperación. Al ser cuestionada sobre su situación, respondió con crudeza:
“No me puedo chin…r de hambre. Como lo que encuentro, pero necesito no morirme de hambre”.
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Su declaración resume la esencia de su existencia: sobrevivir como sea, en un entorno que le ha negado lo más básico.
Durmió en el descanso del panteón municipal, un espacio donde la muerte parece más benigna que la calle. “No tengo casa”, afirma con la misma sencillez con la que describe su vida diaria.
Rosa vive en una casa prestada, un favor que le hace un conocido. El dueño de la vivienda cuenta que ella vive lejos, en un lugar llamado Batamote. Aunque Rosa duerme en esa casa, no la considera suya. “Solo cuido la casa, pero no es mía”, aclara.
El contexto familiar de Rosa también está marcado por la ausencia y la distancia. Menciona a un esposo que ya no está a su lado: “Era mi esposo, pero ya no”. Según relata, él fue trasladado al Caymán, municipio de Sinaloa, tras sufrir un accidente en el que fue golpeado por un carro.
Aunque Rosa parece tener familiares, como su madre y sus hermanos en San Miguel Zapotitlán, no se ha reunido con ellos desde el año pasado. “Van a venir a verme en octubre”, menciona con un dejo de esperanza.
Rosa dice tener 18 años, aunque su apariencia y situación hacen difícil imaginar tal juventud, es una mujer madura. En su relato, se nota la contradicción entre su corta edad y las cicatrices de la vida que lleva.
Mantiene el deseo de reencontrarse con su familia, aunque teme que no la reciban con los brazos abiertos: “Me quiere regresar, pero no me quiere muy bien mi mamá”, confiesa.
La supervivencia para Rosa es una tarea diaria. Explica que recoge botes de aluminio para venderlos y conseguir algo de dinero, pero admite que muchas veces su comida proviene de la basura, dice con una franqueza que no deja lugar a la duda. Cualquier alimento que encuentra es bienvenido, lo que sea necesario para no “chingarse”, como ella misma expresa.
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Su rutina está marcada por la incertidumbre. Sale temprano de la casa que cuida, buscando lugares donde sabe que podrían ofrecerle algo de comida. Este viernes, por ejemplo, tiene planeado acudir a la parroquia del Señor de Los Milagros, donde le han dicho que repartirán comida, en la colonia Los Milagros.
Es en estos gestos de solidaridad ocasional donde Rosa encuentra un respiro momentáneo. Pero el alimento no es su única preocupación. La vivienda es otra cuestión inestable.
No tiene hijos, no tiene quien le ayude. Su esposo ya no está con ella, su vida es una serie de fragmentos rotos que intenta juntar de la mejor manera posible, mientras lucha por no sucumbir en las calles.
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Historias como la de esta mujer nos recuerdan la fragilidad de la vida, y cómo, para algunas personas, lo que para muchos es cotidiano un techo, una comida caliente, un lugar seguro para dormir, es un lujo inalcanzable. Su historia, aunque singular, es compartida por miles de personas que viven en situación de calle, invisibilizadas por una sociedad que sigue su curso sin detenerse a ver qué ocurre en los márgenes.
En un mundo donde la vida parece moverse rápidamente, Rosa se aferra a la esperanza de que, en octubre, su familia vendrá a verla. Mientras tanto, su lucha por sobrevivir continúa, día a día, bote a bote, buscando comida donde pueda encontrarla y durmiendo donde le den permiso.
La indigencia en la ciudad sigue siendo una realidad palpable, y la historia de Rosa, aunque conmovedora, es solo una de muchas que permanecen en el anonimato.
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