Culiacán, Sin.- En el infierno de la primavera el cadáver de Juan Ramón se macera al sol.
Las llamas caen disueltas en un aire tierno y el calor es tan insoportable que hasta la muerte se vuelve un despropósito de la vida.
Los motivos de su muerte son tan irrisorios para el que observa como doloroso para quien la sufre.
Enclavada en la Popular, una colonia de calles sin pavimentar y de viviendas con cerco de madera, está la casa de la disputa en la sindicatura de Costa Rica.
Hasta allí la Muerte llevó a Juan Ramón el día de su final.
Acompañante de su pareja, propietaria del inmueble, llegó a recibir la casa que sus inquilinos se disponían a desocupar.
La entrega-recepción no fue del agrado de la dueña: el patrimonio de sus hijos estaba dañado.
La casa era poco menos que escombros.
Los reclamos dieron paso a los insultos y los insultos, a la agresión.
A decir de la propietaria, dos mujeres se le echaron de “a montón”. Juan Ramón intervino para calmar los ánimos.
No lo hubiera hecho.
Con razón o sin ella, una mujer llamó al presunto homicida, que era el arrendatario. Y le envenenó la sangre con el argumento de una agresión física recibida.
“El Califas”, como dicen que le dicen, llegó echando bala.
A Juan Ramón lo atravesó una bala de pistola calibre nueve milímetros a dos años antes de su tercera década y a 90 kilómetros de La Cruz de Elota, donde vivía.
Su cadáver se macera al sol y al calor de infierno en primavera, en capilla ardiente para los curiosos.
Uno de ellos observa el cuerpo. Otea el horizonte bloqueado por una patrulla de la policía municipal y vuelve la vista al cadáver tirado a la puerta de la casa. Mueve la cabeza incrédulo y chasquea la lengua…
“…y todo por una renta”, musita.