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Nochebuena

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Cada año, y desde hace muchos, reseño aquí la relatoría de Francisco María Arouet, mejor conocido como Voltaire, sobre los cambios en la fecha para la celebración de la Navidad, cambios que responden a contextos históricos, idiosincrasias, preferencias, usos y costumbres, a más de las infaltables convenciones sociales.

Al respecto, fuentes confiables (citadas por Voltaire) consignan que hasta mediados del siglo XVIII no había acuerdo sobre el día y mes precisos del natalicio de Jesús de Nazareth.

Entre los antecedentes de la diversidad, se sabe que, en el siglo IV, en Chipre se celebraba la Navidad en el día que en los tiempos actuales sería el 6 de noviembre y los basilidianos lo festejaban el 11 o el 15 de enero.

Según San Clemente de Alejandría, había quienes ubicaban la fecha exacta del natalicio de Jesús el día 25 del mes egipcio llamado “pachon” (20 de mayo, sería) y otros en el 24 o 25 del “pharmuti” (19 y 20 de abril, en nuestro calendario).

En Oriente y Egipto, el festejo era el 6 de enero y, posteriormente, en el Occidente se instituyó el 25 de diciembre y hasta ahora esa es la tradición.

Voltaire, como se sabe, fue un crítico acérrimo del clero de su tiempo (Arouet murió el 30 de mayo de 1778) y sus obras están marcadas por una ironía que, aunque por momentos parece despiadada, tiene rasgos de fina inteligencia.

ADIÓS, NIÑO DIOS

Cuando quien esto escribe era niño (¿alguna vez dejamos de serlo?) la Nochebuena era el momento de la llegada del Niño Dios y las respectivas peticiones (incumplidas, cuando salían de lo señalado por nuestros padres) se dirigían a él, no a Santaclós como ahora hacen nuestros nietos, a estas alturas.

Ello, se entiende, también está relacionado con las modas, los usos y costumbres.

Al acercarse la fecha (demasiado lejos, entonces; demasiado pronto, ahora) nuestros padres daban indispensable asesoría y recomendaban qué pedir, qué no, con gran preocupación.

Las razones eran obvias y ya las intuíamos, pero ello no quitaba la magia y, con frecuencia, apostábamos al milagro pero, en la vida real, Scrooge no le hacía caso a Dickens.

Hoy el tiempo ha pasado y, como canta Milanés, nos vamos poniendo (nos pusimos ya) viejos.

Pero no importa y, como esta noche es Nochebuena, nada más llegar la madrugada seguimos teniendo el impulso de mirar debajo de la cama, o correr al pie del árbol seco adornado con algodón,  como hacíamos aquellos años con la misma emoción.

Con suerte, podemos ver un carrito de hojalata, un suéter tejido por manos amorosas y luego sentir los abrazos de nuestros padres.

QUE BAILE ZORBA

No he leído escena más festiva que aquella cuando Alexis Zorba, el griego de Niko Kazantzakis, se pone a bailar ante el derrumbe de sus andamios mal planeados y los monjes huyen despavoridos por el estruendo y también por la pérdida del negocio.

En días así, recuerdo también la transformación de Scrooge, asustado por los espíritus de las navidades y, según el buen deseo, presto a reconciliarse con la vida alejándose de la avaricia inmunda.

Igual me viene a la mente el cuento aquel de los soldados que, en la víspera de la Navidad, se declaran la paz ellos mismos, salen al campo abierto y se abrazan como hermanos.

Es muy triste pero al día siguiente, acicateados por sus generales, se vuelven a matar unos a otros.

Con todo, hoy por la noche, y mañana, y demasiado soñar sería en la vida que falta, que baile Zorba; que baile y se beba el vino de su humanidad y la nuestra. Que baile Zorba.

Fuente: Internet

Fotografía de perfil de Jorge Guillermo Cano

Jorge Guillermo Cano

Columnista

Jorge Guillermo Cano

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