En los últimos años la palabra “privilegio” se ha convertido en un recurso común para desacreditar argumentos, la vida, la obra o la existencia de algo o alguien con lo que no estamos de acuerdo. Empleamos el término “privilegio” como una muletilla argumentativa que nos permite ocultar nuestras propias debilidades. Si bien es cierto que los privilegios existen y forman parte de la vida misma, en mayor o menor medida todos los tenemos. Algunos nacen con más dinero que otros, unos pocos poseen mayores capacidades intelectuales y otros tuvieron la fortuna de nacer con habilidades físicas más ventajosas que el resto de la humanidad. Los privilegios son la constante, no la excepción, y todos los hemos experimentado a favor o en contra.
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Si bien los privilegios son una variable importante para determinar las consecuencias de los sucesos en las vidas individuales o colectivas, nuestro enfoque prioritario se centra principalmente en los privilegios finales y prestamos muy poca atención a los privilegios iniciales. Durante la mayor parte de este gobierno (aunque es un fenómeno mundial más que local), la retórica recurrente se centra en atacar a los privilegiados de las clases sociales, pero no hay un intento o iniciativa contundente para igualar el punto de partida de las personas para que enfrenten los retos de la vida con la mayor igualdad posible.
Los privilegiados económicamente casi siempre tienen acceso a una mejor educación, alimentación, entorno social, potencialización de habilidades, reconocimiento, etc. ¿Qué hacen los gobiernos para igualar las oportunidades?: criticar a los privilegiados y tratar de poner un techo al crecimiento de las personas bajo el argumento de que la acumulación de bienes es inmoral, inhumano y cualquier frase de sermón que se les ocurra. Son muy pocos los esfuerzos por igualar los privilegios en las fases iniciales de las personas. Es cierto que existen programas sociales que llevan recursos a quienes más lo necesitan, pero eso no es igualar las condiciones. Es alimentar la desigualdad.
Un gobierno que realmente quiera igualar los privilegios estaría luchando por ofrecer a todos los mexicanos los mismos privilegios que las clases medias y altas. Un gobierno que realmente se esfuerce por acabar con las desigualdades estaría poniendo más atención en la calidad de la educación; ofreciendo el mismo nivel de atención en salud en un hospital público que en uno privado; entregando espacios públicos igual de ordenados que los cotos privados; y evitando la inseguridad en cada uno de los rincones de las ciudades. El verdadero agente de desigualdad es el gobierno, no los “privilegiados”. Los políticos han fallado en ofrecer condiciones de igualdad para sus ciudadanos, por eso, terminan culpando a quienes consideran que tienen más ventajas sobre el resto de la población. Buscan que todos sufran las mismas carencias antes que buscar entregar los mismos privilegios.
En la década de los 80, el Reino Unido enfrentaba una de las crisis económicas más grandes de los últimos 100 años. Algunos de los servicios públicos rayaban en el tercer mundo. Llegó la señora Thatcher y la desigualdad entre los más ricos y los más pobres aumentó considerablemente, pero ocurrió algo curioso. Los más ricos se hicieron aún más ricos, mientras que la pobreza de los más pobres disminuyó. Ante ese extraño fenómeno, la Dama de Hierro respondía sin remordimiento alguno que durante muchos años los gobiernos se enfocaron en la distribución equitativa del ingreso y eso evitó que las empresas e individuos prosperaran por la asfixia enorme que imponía el gobierno sobre ellos. Ella cambió el enfoque. Dejó de preocuparse demasiado por la desigualdad para enfocarse en elevar el nivel de vida de los más pobres. La política de la primera dama británica construyó más desigualdad, pero los pobres dejaron de serlo. Entendió que los privilegios no se deben atacar en el techo; se deben combatir desde la base.
La vida es dura y todos usamos las ventajas que tenemos, sean pocas o muchas, para afrontarla. Los privilegios o los privilegiados no son el enemigo. Algunos tendrán más suerte que otros a lo largo de su vida. Cada historia es distinta, pero lo mínimo que podemos hacer es que cualquier persona que nazca pueda acercarse lo más que se pueda a tener un punto de partida parecido al de los demás. Ahí hemos fallado como sociedad. Es tiempo de dejar de ver qué tan alto está el techo de los privilegiados para volver nuestra mirada al humilde suelo que nos puede ofrecer algo más de justicia. Es más difícil construir cimientos que destruir las vigas de los techos, pero solo así podremos aspirar a una sociedad más justa.
¿Qué opina usted, lector? ¿Qué privilegios le parecen más injustos?