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Circo de Lozoya ¿Sin Animales?

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Pocos chistes recuerdo de mi niñez. Solía conocer una larga lista, pero con el paso del tiempo se me fueron borrando; sin embargo, hay un chiste – malo, por cierto-  que se niega a desaparecer de mis recuerdos. Soy de la idea que todas las acciones de nuestra vida se acumulan para servirnos en un momento determinado en el tiempo y circunstancia precisa. Supongo que la función del chiste que vive en mi memoria es servirme de inspiración para esta columna. Solicito a la audiencia perdón anticipado por la falta de hilaridad en el chistorete, pero la anécdota será de gran ayuda para comprender el análisis de esta semana. 

Un día llegó el circo a la ciudad. Anunciaba con gran ámpula la mayor atracción nunca vista. Los merolicos gritaban por todas las plazas Públicas: “¡Vengan a ver la octava maravilla del mundo! ¡Tenemos el gusto de presentarles al único ser humano capaz de convertirse en animal ente los ojos del público!”. El chisme corrió por todos lados. La gente se arremolino en la entrada de la carpa circense. Lleno total. El espectáculo comenzó con los actos tradicionales de un circo: malabaristas, trapecistas y payasos, muchos payasos. La gente se impacientó. No querían ver más de los mismo. Ellos iban por la novedad. Los abucheos comenzaron a acumularse en la gayola 

Al fin, el maestro de ceremonias se presentó en medio de la pista central. Se hizo el silencio. La gradería quedó atenta a las palabras del director de la función. Redoble de tambores de fondo. Llegó el anuncio esperado: “Señoras y señores… con ustedes el único ser humano capaza de convertirse en animal frente a sus ojos”. Un gran reflector iluminó a un tipo menudo y vestido con lentejuelas de pies a cabeza sentado en un banco de madera en medio de la pista. La tensión se cortaba con un cuchillo. Los espectadores murmuraban que estaban ante la presencia de un hombre lobo, tal vez un vampiro que se convertiría en murciélago o podría ser uno de los famosos duendes mayas (los Aluxes).

Los minutos pasaban. El tipo de la silla no se movía. No hacía nada. Los segundos se hicieron minutos hasta alcanzar tres cuartos de hora. La gente no pudo más. Entre la tribuna se escuchó un grito en medio del silencio: “Se está haciendo güey”. La gente se levantó y comenzó a aplaudir.

Emilio Lozoya es la atracción fallida del circo obradorista. Durante 15 meses se anunció con estridencia el raudal de pruebas que tenía el ex director de PEMEX para hundir en las mazmorras más pestilentes a los prianistas encumbrados. López Obrador utilizó, cual maestro de ceremonias de circo, la tribuna de la mañanera para anunciar que pronto estaría ante nosotros la historita de corrupción más escandalosa de todos los tiempos jamás perpetuadas.

El circo de Lozoya inició con malabaristas y trapecistas. La Fiscalía General de la República se calzó las mayas y se subió al trapecio. La hizo de equilibrista tratando de envolver al público con acusaciones que eran bateadas una y otra vez por el Poder Judicial por no tener sustento. No pudieron armar una carpeta de investigación medianamente aceptable para procesar a Luis Videgaray y Enrique Peña Nieto. Fracasaron, pero entretuvieron a la gayola por algunos meses.

López Obrador, siguiendo en su papal de maestro de ceremonias, organizó una consulta para juzgar a expresidentes. Otro acto fallido de malabarismo. La gente no cayó en el decadente acto circense. Maromeros y maromeras intentaron seducir a la audiencia; aun así, no lo consiguieron, pero sirvió para alargar por un buen rato la atención del público. La gente apostaba todo al acto final del circo: la actuación de Lozoya.

Intentaron alargar la función un poco más. Metieron las payasadas de Anaya en la pista para ver si podían mantener la atención del respetable. No consiguieron el resultado deseado. El payaso se negó a contar chistes; mejor se convirtió en mago. Terminó por desaparecer a él y a la poca credibilidad que le quedaba a la Fiscalía. No le quedó más remedio al dueño del circo que aventar a la pista a Lozoya. Al final, igual que el chiste, Emilio Lozoya terminó su larga presentación haciéndose güey. No entregó pruebas. No entregó nada. Fue utilizado por el gobierno y la Fiscalía para vender un espectáculo fraudulento y, al parecer, el maestro de ceremonias quiere que la gente aplauda a rabiar el fraude.

El combate a la corrupción es un gran timo en México. Es un espectáculo decadente que busca el aplauso del público a cualquier costo. Emilio Lozoya es un timador que convenció a otros timadores de montar un espectáculo. Entre gitanos no se leyeron la mano. Emilio Lozoya está en la cárcel, pero el circo no perdió. Se quedó con las entradas y, tal vez, convenció al público de regresar a un nuevo espectáculo para la segunda temporada.

¿Usted qué opina amable lector? ¿El güey cumplió con las expectativas, el circo fue de calidad o prefiere la devolución del boleto?

Fuente: Internet

Fotografía de perfil de Juan Ordorica

Juan Ordorica

Columnista

Juan Ordorica

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