MÉXICO.- A mediados del siglo XIX, una comitiva de mexicanos asiduos a la facción conservadora partió rumbo a Europa. Dejaban atrás un país estancado en el desequilibrio constante de la guerra civil, con leyes irrisorias que se aprobaban de un día para otro, golpes de Estado a orden del día, e invasiones interminables de las grandes naciones del mundo.
Muchos de aquellos desmanes históricos, no obstante, habían sido orquestados por los mismos hombres que atravesaban el Atlántico en camarotes de primera clase y lujos salomónicos, ante el desinterés absoluto de conciliar diferencias con las huestes liberales de México. Entre aquellos diplomáticos, políticos y empresarios, conservadores hasta el tuétano, se encontraba Juan Nepomuceno Almonte, hijo de José María Morelos y Pavón.
El propósito de este séquito era proponerle a Napoleón III, emperador de Francia, que instaurara una monarquía en México, de acuerdo a la tradición de la Nueva España, y que a su vez consolidaría el orden conservador. Fue una casualidad increíble para el francés. Napoleón III, alarmado por el incontenible expansionismo de los Estados Unidos en el territorio americano, buscaba frenar a toda costa el poder sin límites de los yankees para desestabilizar a su gusto gobiernos incipientes.
Una monarquía en México, implicaría, en un contexto geopolítico, contener el hambre insaciable de los norteamericanos. Para entonces nuestro país ya se encontraba bajo el dominio de los franceses. Fueron derrotados una vez por las huestes de Ignacio Zaragoza en la legendaria batalla de Puebla, pero Napoleón III contraatacó un año más tarde, en 1863, y esta vez su ejército ya no pudo ser contenido por los mexicanos. De modo que, desde Francia, bastó un acuerdo para sellar una de las historias más fascinantes, y una de las tragedias más grandes que habrá jamás la historia de México: la primavera triste del imperio de Maximiliano de Habsburgo y Carlota de Bélgica.
Un imperio fugaz el de Carlota y Maximiliano
Napoleón III eligió a Maximiliano de Habsburgo y a su esposa, Carlota de Bélgica, como sus representantes en aquel país quimérico situado al otro lado del mundo. Si bien ambos descendían de linajes legendarios, su futuro político en Europa era incierto, de modo que, tras meses de dudas, aceptaron la propuesta. Maximiliano tenía 25 años, Carlota 17. Maximiliano tenía la costumbre de cazar mariposas y estaba marcado por la mala estrella de un carácter indeciso, mientras que Carlota poseía conocimientos amplios sobre literatura y filosofía, historia y pintura, era diestra en el piano, tenía inquietudes sociales y políticas, y sabía desenvolverse con naturalidad en cinco idiomas.
Los emperadores sin autoridad cruzaron el océano cargando con todos los sueños del mundo, y desembarcaron en Veracruz el 28 de mayo de 1864, una mala mañana de calores insoportables, y con el puerto desolado por una epidemia de fiebre amarilla. Su recibimiento en México fue más bien insípido, y trece días más tarde, el 10 de abril de 1864, Carlota y Maximiliano fueron coronados como emperadores de México en una ceremonia de opulencia en el castillo de Chapultepec, donde se instalaron.
Carlota y Maximiliano se encontraron con un país desordenado por la guerra civil, y que en gran parte seguía respondiendo al gobierno del presidente errante, Benito Juárez. No obstante, la ilusión de su imperio mexicano no les hizo desistir de su labor de gobernar, y así lo hicieron. Los jóvenes emperadores impulsaron la construcción del ferrocarril, crearon campañas de beneficencia, disminuyeron las horas laborales y prohibieron el trabajo infantil. Se interesaron por los pueblos indígenas, y trataron de disminuir sobre ellos los castigos corporales.
Trazaron sobre la Ciudad de México el legendario Paseo de la Emperatriz, hoy en día Paseo de la Reforma. En la ausencia de Maximiliano, que según varios historiadores se marchaba a Cuernavaca a cazar mariposas, Carlota dio rienda suelta a su autoridad, y se demostró a sí misma como una mujer que servía a su pueblo. Decretó leyes que “garantizaban la educación primaria gratuita y obligatoria, y fundó escuelas y academias”. En una carta dirigida a su abuela, Carlota plasmó su sentir: “soy completamente feliz aquí y Maximiliano también, la actividad nos sienta bien. Éramos demasiado jóvenes para no hacer nada“.
El modo de gobernar de los jóvenes emperadores resultó contradictorio para los conservadores mexicanos, e incluso para Napoleón III. Pues resultó que no gobernaban ni para los conservadores ni para los europeos, sino para el pueblo mexicano, y el desencanto fue mayor cuando comprendieron que tanto Carlota como Maximiliano respondían a ideales liberales. Paradójicamente, Maximiliano defendió las ideas políticas que habían llevado a Juárez al exilio, tales como la libertad religiosa, el derecho al voto para todas las clases sociales, y la reforma agraria.
Más aún: Maximiliano convocó a Juárez en repetidas ocasiones para que pactaran una tregua y que se uniera al imperio, solicitudes que Juárez rechazó sin consideración. Poco a poco la Iglesia, los conservadores mexicanos y los mismos europeos que habían financiado aquella empresa comenzaron a darle la espalda a Carlota y Maximiliano, y los abandonaron a su suerte.
Principio y fin
La situación en México era insostenible. La resistencia de Juárez no cedió en ningún momento sus ataques contra el imperio, y el ejército francés, cada vez sin menos apoyo, se debilitaba. Napoleón III, atrapado en Europa en una guerra contra Prusia, dejó de financiar y apoyar el imperio de Maximiliano, y retiró sus tropas del país. La Iglesia Católica, desencantada con la libertad de culto propuesta por los emperadores, les negó cualquier clase de ayuda, y lo mismo ocurrió con los conservadores. En una maniobra desesperada, Carlota decidió partir a Europa para solicitar apoyo, y se despidió de Maximiliano el 9 de julio de 1866. Nunca más volvería a verlo.
Su estadía en Europa fue catastrófica. Napoleón III quiso evitar esta visita con el pretexto de una enfermedad, pero finalmente Carlota lo enfrentó sin resultado alguno, pues el emperador se negó a brindarles cualquier tipo de ayuda. Atormentada, Carlota se dirigió al Vaticano para que el Papa intercediera por ella y por su esposo, pero Pío IX no había olvidado la libertad de cultos defendida por Maximiliano, y también le dio la espalda a la emperatriz.
Se cuenta que es durante este periodo que Carlota comenzó a beber agua de las fuentes únicamente, pues germinó en ella el temor desesperante de que iban a envenenarla: una emperatriz agazapada ante los estanques de Roma. Fue el primero de los episodios de desórdenes mentales que habrían de definir el resto de su vida. Sin ninguna alternativa, abandonados en el mundo, Carlota le escribió a Maximiliano una carta trágica, en la que le informaba que su viaje a Europa había sido un fracaso. No regresaría a México nunca.
Caída de Habsburgo
Sin ninguna clase de apoyo, Maximiliano quedó a la deriva de un imperio que no se había sostenido más que en esperanzas. Fue capturado por las fuerzas de Juárez en Querétaro, el 15 de mayo de 1867, donde fue hecho prisionero, y condenado a morir fusilado. Diversas autoridades mundiales intentaron interceder, demasiado tarde, por Maximiliano, pero Juárez fue inflexible. Nunca vio a Maximiliano; jamás se cruzaron frente a frente, a pesar de ser los hombres de los que más se hablaba en el mundo. Se cuenta incluso que la emperatriz Sisí viajó hasta México y se arrodilló ante Juárez, sin que este cediera de su determinación. Quizás lo hizo para reafirmar la soberanía mexicana, para evitar cualquier tentativa de intervenciones extranjeras en el futuro, y lo condenó a morir en el Cerro de las Campanas, el 19 de junio de 1867.
Algunos historiadores afirman que Maximiliano pronunció esta frase antes de ser fusilado contra el paredón: “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México! ¡Viva la Independencia!“.
Carlota murió en la soledad
Carlota quedó abandonada. Poco a poco comenzó a mostrar comportamientos depresivos, episodios de locura, y el resto de su vida transcurrió en soledad. Jamás perdió el miedo de que estaba a punto de ser envenenada. De acuerdo con la historiadora Susanne Igler, “Había enloquecido a los 26 años y vivió más de dos tercios de su larga vida en las tinieblas“. El escritor mexicano Fernando del Paso resaltó que, mientras Carlota se desvanecía en el tremedal del desencanto, ya habían muerto Juárez, Napoleón III, Juan Nepomuceno Almonte, Pío IX, y todos aquellos que de algún modo u otro trazaron su tragedia.
En México transcurrió el Porfiriato, la Revolución misma, el establecimiento de la democracia. En Europa ya había iniciado y terminado la Primera Guerra Mundial, ya habían caído los zares, y había nacido el socialismo. Ya se había publicado “Ulises” de Jame Joyce, ya se había creado “Mickey Mouse”, ya se había inventado el Premio Nobel. Ya habían nacido Hitler, Stalin, Fidel Castro, Mussolini: el mundo era otro.
“Mientras todo esto sucedía y Carlota, loca y viva, se moría sin morirse nunca, todos los otros personajes de la tragedia, los principales y los secundarios, y con ellos todos los amigos que tuvo Carlota alguna vez, todos sus conocidos y todos sus enemigos, habían muerto. Todos. Todo eso había ocurrido, y Carlota seguía viva, en el abandono de su castillo de Miramar“, escribe Del Paso.
Carlota de México falleció el 19 de enero de 1927, sesenta años después de que Maximiliano fuera fusilado aquel amanecer ingrato de Querétaro, y lejos de la patria que en algún momento de su vida pensó que sería suya.
“Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticias del Imperio, y me dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México”.