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"Tienes una hermosa cabeza, te la voy a cortar"

Los cuatro periodistas del The New York Times narraron al diario neoyorquino la pesadilla que vivieron mientras estaban cautivos en Libia

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?Ciudad de México.-
Conforme salían de la Ajdabiya y se dirigían a la ciudad de Bengasi,
Anthony Shadid, Lynsey Addario, Stephen Farrell y Tyler Hicks se toparon
con un retén de las fuerzas de Gaddafi. Los cuatro periodistas del The New York Times fueron sacados de su vehículo.

Antes de que los soldados libios tuvieran tiempo de interrogar a los
reporteros, los rebeldes abrieron fuego contra el retén oficial. De
pronto los periodistas se vieron rodeados de balas que los sobrevolaban
por doquier, según su propia narración publicada por el diario
neoyorquino.

Tyler salió corriendo. Anthony cayó en una zanja de arena, luego de
incorporó y siguió a Tyler. Linsey, instintivamente intentó rescatar sus
cámaras pero las dejó y corrió detrás del resto. Steve (Stephen), tras
ser tumbado al suelo por un soldado, logró escabullirse entre las balas y
emprendió corrió por su vida.

Todos encontraron refugio en la parte trasera de una pequeña casa de
sólo un cuarto. Una vez ahí, los soldados leales a Muammar Gaddafi les
apuntaron con sus armas, al tiempo que otros los golpearon, vaciaron sus
bolsillos y los pusieron de rodillas.

“Dios, no quiero que me violen”, murmuró Linsey luego de que fue atada con las agujetas de sus tenis deportivos.

“Tú eres el traductor. Tú eres el espía”, gritó un soldado a Anthony.

En esos momentos los cuatro pensaron que morirían. “Dispárales”, dijo
otro militar en árabe. “No puedes”, respondió uno de sus colegas. “Son
americanos”. Luego, todos fueron atados y golpeados. Linsey recibió un
puñetazo en la cara, Steve y Tyler golpes en el cuerpo y Anthony un
cabezazo.

Ese martes, antes de que cayera la noche, otro enfrentamiento comenzó,
casi tan atroz como el primero. Los cuatro se encontraban atrapados en
camionetas en terreno abierto. Por momento, durante la refriega, los
soldados estaban en la misma situación difícil que los periodistas, y
los ayudaban a cubrirse de las balas rebeldes. Con el paso de las horas,
les ofrecieron comida, agua y cigarros.

Tras varios enfrentamientos, lograron tener unas horas de sueño. A los 2:00 am del miércoles, estaban despiertos de nuevo.

Según los periodistas, los soldados tenían la plena convicción de estar
luchan contra Al Qaeda o islamistas extremos y no podían entender por
qué ellos, como estadounidenses, no podían comprender su lucha. Ninguno
de ellos, todos mucho más jóvenes que el coronel Gaddafi, podían
imaginar a Libia sin él.

Un nuevo grupo se llevó a los cuatro. Eran más duros. Les vendaron los
ojos, ataron pies y manos y los golpearon en repetidas ocasiones. Luego
los metieron en un camión blindado, donde Linsey fue manoseada. Nunca
gritó, pero suplicó que la dejarán. Un soldado cubrió su boca. “No
hables”, le advirtió.

Media hora más tarde, llegaron a lo supusieron eran las afueras
Ajdabiya, donde un hombre al que los soldados llamaban “el jeque”
comenzó a cuestionarlos. El primero fue Tyler.

“Tienes una hermosa cabeza. Te la voy a cortar”, fue lo primero que dijo
al periodista. Otro soldado, por su parte, se burlaba de Linsey.
“Puedes morir hoy. Tal vez, tal vez no”, la sentenció.

A las 8:30 am fueron subidos, vendados y amarrados, a una camioneta que
se trasladó a lo largo del Mediterráneo hasta la ciudad de Gaddafi,
Surt, a unas seis horas de distancia. Los cuatro periodistas del The New York Times
narraron sentirse como “trofeos de guerra”. En cada retén podían
escuchar a los militares corriendo hacia la camioneta listos para poder
propinarles con mano propia algunos golpes.

“Mugrosos perros”, les gritaban en cada parada.

Al terminar el trayecto, ya entrada la tarde, todos fueron trasladados a
una cárcel de Surt. Su celda tenía algunos colchones roídos, una
botella para orinar, una jarra de agua y una bolsa de dátiles. Cuando
cayó la noche todos se preguntaron si alguien tenía idea de su paradero.

Llegó un momento cuando Anthony fue sacado de la celda para ser interrogado, pero nunca pudo ver a sus captores.

“¿Cómo pudiste entrar sin visa?”, le preguntó un hombre. “¿No sabes que
podrías ser asesinado y nadie sabría?”, continuó. Anthony asintió con la
cabeza. Luego, el hombre le explicó quienes eran los rebeldes que
combatían, como si tratara de convencerlo. “Son fanáticos de al Qaeda y
bandas de criminales armados. ¿Cómo podrían ellos gobernar alguna vez
Libia?”.

Luego devolvieron a Anthony a su celda y fue entonces que se dieron cuenta de que nadie tenía idea de dónde estaban.

La siguiente tarde, ya el jueves, el grupo sufrió la peor golpiza.
Mientras esperaban en una pista de aterrizaje a una nave militar que los
llevaría a Trípoli, Tyler fue abofeteado y golpeado con el puño, y
Anthony fue golpeado con la cacha de una pistola en la cabeza. Se
encontraban vendados de ojos y con esposas de plástico, como ya se les
había hecho costumbre. Lynsey fue tocada de nuevo por los soldados.

Cuando los subieron al avión, se hicieron entre ellos la misma pregunta
que repetían en cada parada: ¿Están todos aquí? Pensaban que mientras
los mantuvieran juntos, tal vez tendrían una oportunidad de salir vivos.

Tras 90 minutos de vuelo llegaron al aeropuerto de Trípoli, los subieron
a una camioneta de la policía con hedor a orina. Los guardias los
despojaron de sus zapatos, calcetines y cinturones. Uno de ellos grito
al oído Anthony: “abajo, abajo Estados Unidos”. Hizo lo mismo con Steve.
“Pero no soy americano, soy irlandés”, respondió el periodista. “Abajo,
abajo, Irlanda”, replicó con fuerza el guardia.

Su libertad estaba cada vez más cerca.

Fueron trasladados a dos vehículos más. Luego a uno más, no sin que uno
de los soldados golpeara con su rifle la cabeza de Tyler.

Después de media hora, los cuatro de encontraban ya en un complejo
militar en manos del Ejército. Por el cansancio se desplomaron sobre el
piso, aceptando la leche y el jugo de mango que les ofrecía. Vieron cómo
les entregaban sus maletas, esas que pensaron no recuperar nunca más.

Un hombre de aspecto rudo se dirigió a ellos en un tono amable. “Ya no
serán golpeados o atados de nuevo. Estarán a salvo, y aunque sus ojos
permanecerán vendados, son libres de moverse dentro de las instalaciones
y nadie los maltratará”.

A partir de ese momento, nadie los molestó.

Pero la odisea aún seguía y fueron llevados a un centro de detención que
asemejaba más un tráiler de doble remolque. Les dieron ropa deportiva y
al caer la noche les volvieron a vendar los ojos para recibir algunas
visitas.

“Ahora se encuentran bajo la protección del estado”, les dijo un
funcionario de asuntos exteriores. Uno tras otros fueron disculpándose
con los periodistas por lo que habían vivido. Uno de los funcionarios
les pidió entender la diferencia entre los militares leales a Gaddafi y
el Ejército.

Durante los siguientes cuatro días, ya sintiéndose seguros, los corresponsales del NYT se dedicaron a luchar contra el aburrimiento. Tyler terminó de leer “Julio César”. Lynsey comenzó con “Otelo”.

Al final fueron los trámites diplomáticos lo que alargó su liberación.

Oficiales libios insistían en que algún diplomático estadounidense o
británico viajara a Trípoli en medio de los ataques, pero finalmente
fueron diplomáticos turcos quienes sirvieron de intermediarios para
recibir a los periodistas en la frontera.

Fuente: Internet

Fotografía de perfil de Liz Douret

Liz Douret

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