En Sinaloa hay cosas que no se dicen en voz alta, pero que todos entendemos. Y hay otras que suenan fuerte, como los narcocorridos.
Están por todos lados: en los carros, en las fiestas, en los audífonos de los niños y jóvenes. Y aunque a muchos les parezcan “solo canciones”, la verdad es que también educan.
No se trata de prohibir ni de juzgar. Se trata de abrir los ojos y hablar en casa de estos temas. Porque lo que se canta todos los días termina por hacerse normal.
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Y si lo que se canta habla de violencia, de dinero fácil o de poder a toda costa, ¿qué mensaje les están dejando esas canciones?
Muchos padres no saben que sus hijos, desde los 8 o 10 años, ya repiten canciones que idealizan armas, drogas y a quienes viven fuera de la ley, pero hay quienes sí lo saben y no le dan mayor importancia.
No estamos diciendo que los narcocorridos los vuelva delincuentes, pero está demostrado que pueden influir en la forma en que ven el mundo. Porque lo que entra por el oído y se repite con frecuencia también deja huella en la mente.
La solución no está en apagar las bocinas, sino en conversar con nuestros hijos. Escuchar con ellos lo que oyen. Preguntar, platicar, explicar. No desde el regaño, sino desde el cuidado.
Los narcocorridos no se van a terminar por más que los prohíban. Pero sí podemos enseñar a nuestros hijos a no aplaudir todo lo que escuchan. A pensar, a distinguir, a no dejarse llevar. Y eso empieza en casa.
No hay método de educación más efectivo que el ejemplo. Y no hay mejor defensa para un hijo que un padre o una madre que está presente, que escucha, que orienta.
Hoy más que nunca, educar también es enseñar a elegir qué canciones valen la pena y cuáles, aunque suenen bonito, no construyen nada bueno, sino todo lo contrario.
Porque si no lo hablas tú con ellos, alguien más ya lo está haciendo por ti.