La madrugada le escondió el rostro entra las sombras y el anonimato le arropó la cabeza. Logró destapar la lata de aerosol que parecía estar sellada, como una negación de sus acciones. Las fuerzas no le hicieron falta. Sintió cada uno de los huesos de su mano, la dureza de sus tendones, las falanges como pinzas. El tapón de la lata cedió ante su enojo. Él quería que todos se enteraran, que supieran que las sagradas escrituras dicen que “el mal debe terminar sobre el azaroso fuego”. Sólo así terminaría su reinado sobre el mundo –el fuego, con fuego, así debe ser– se dijo para sus adentros. Deseaba que las cenizas fueran la expiación de todos los sinsabores de la vida, del sentido y del respeto. Lo último que debe quedar de la maldad en la tierra.
Tembloroso fue dejando sobre la pared un poco de rencor que tenía acumulado en las venas, en el sudor, en la saliva, en las arterias atrofiadas después de llenarlas con God save the queen, la famosa canción que conoció en español como Dios salve a la reina, de Los Sex Pistols. Y se rio de nuevo, soltó la carcajada al recordar la anécdota de la canción cuando la banda inglesa quizo titular God shave the queen, Dios rasure a la reina, y que la censura de los años setentas no pudo dejar pasar en el Reino Unido. Se desternilló, y asumió que mejor a “ellos”, a los curitas, los deberían de rasurar con una navaja que contenga todos los filos del mundo. Quitarles la sotana y vestirlos de seres humanos tocables. Terrenales. Sin soberbia. Para que dejaran de “hacer” lo que no deberían de hacer.
La letra f parecía que estaba sobre su mano, a pesar del temblor y la rabia, y que tan solo la arrojó sobre la pared: intacta, lineal, perfecta para iniciar la palabra fuego. Las restantes tan solo brotaron como conejos hacia la pared de ladrillos que rodean la inglesa de su cuadra.
–I am an anti-Christ, I am an anarchist, Don’t know what I want– cantó y se sintió anarquista. Quería que la justicia no fuese justicia, que tan solo el fuego purificara las cadenas de los pecados. No balanzas, no concordia, pensó. Y la madrugada lo sorprendió cuando el canto del gallo mordió la mañana.
Ya pronto va a amanecer, pensó. Asumió la fuerza sobre el atomizador del envase de aerosol obligándolo a escupir todo el contenido. Esperaba que alguna patrulla, de esas que a cada rato lo detenía por su “facha”, no pasara por el lugar porque estaba perdido.
Amaneció y gritó la pared a los cuatros puntos cardinales con furia; el aerosol dejó plasmando cada una de las letras, como radiografías vivas: “fuego al pedófilo”.
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