Estados Unidos. Han pasado cinco años desde el inicio de la pandemia, pero para muchas personas el COVID-19 sigue siendo una realidad ineludible. Aproximadamente un 10 por ciento de quienes contrajeron el virus desarrollaron COVID persistente, una condición debilitante que afecta múltiples aspectos de la salud y la calidad de vida.
Eliana Souza do Nascimento, una mujer brasileña de 64 años, es un claro ejemplo. Antes del contagio, era activa y trabajadora, pero la enfermedad le dejó secuelas irreversibles. Con el 80 por ciento de sus pulmones dañados por fibrosis pulmonar, ahora depende de oxígeno las 24 horas del día y de su esposo para tareas básicas. Además del impacto físico, su familia enfrenta una dura carga económica por los costos de tratamiento.
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Casos como el de Eliana se repiten en todo el mundo. Sandra Guerrero, una profesora de guitarra en Francia, vio su vida cambiar drásticamente tras contagiarse en 2020. El agotamiento extremo la dejó con una invalidez laboral del 75 por ciento, permitiéndole trabajar solo unas pocas horas a la semana. Su testimonio refleja la incertidumbre y frustración de muchos pacientes que tardan meses en obtener un diagnóstico.
El COVID persistente es más común en mujeres, poblaciones negras o étnicas y personas con condiciones preexistentes. Sin un tratamiento específico disponible, los esfuerzos médicos se centran en aliviar los síntomas y mejorar la calidad de vida de los afectados. Aunque algunos gobiernos comienzan a reconocer esta condición como discapacidad, aún queda un largo camino por recorrer para comprender y tratar esta enfermedad crónica.